Pedro Miguel Lamet
San Romero de América
A un santo hay que buscarlo en sus raíces. Su padre, Santos Romero y Galdámez, era de familia sencilla, pero no tenía aspecto de campesino sino, cierto aire más distinguido, con un bigotito de oficinista. Era el radiotelegrafista de Ciudad Barrios, oficio que ejercía en su casa de la plaza, una situación desahogada que se fue al traste cuando surgieron problemas económicos. Allí don Santos conoció a Guadalupe de Jesús, una mujer seria y callada, de mirada dulce y penetrante, morena y mestiza como casi todas las gentes del lugar. Oscar Arnulfo vio la luz un día de la Virgen, el 15 de agosto de 1917, y fue bautizado el 11 de mayo de 1919. Tuvo siete hermanos, de ellos dos niñas y cinco niños.
En la infancia de Oscar sobrenada la fragilidad. ¿Dónde creció el silencio interior de aquel pequeño medio paralítico con un deje de tristeza que nunca desaparecería del todo, con una armonía de flauta que más tarde se convertiría en teclado de un piano y armónium, con una bien timbrada voz que sería “la voz de los sin voz”, un micrófono que con los años florecería en sangre?
Puede imaginarse lo que sería un seminario en una provincia salvadoreña como San Miguel en los años treinta. Hay foto del diminuto “cura” ensotanado, con su esclavina y su mirada limpia y soñadora. Pronto le llamarían “el niño de la flauta”. Su obispo le envió en 1937 al seminario mayor de San Salvador regentado por la Compañía de Jesús, donde pasó siete meses, y luego le destinó a completar sus estudios en Roma. Existe un diario de aquellos años, entre 1937 a 1941, una época que le marcaría para siempre. Su máxima aspiración era “ser santo”. En marzo vivirá el ambiente de cónclave, la elección de Eugenio Pacelli como Pío XII y el estallido de la guerra
“Oh Jesús, cuando todo esto escribo, tu bondad me ha nublado los ojos -era el día de su ordenación sacerdotal-. Jesús bueno, amigo fiel, que jamás sea yo el villano que conculque tus delicadezas de amor. Haz que éste sea mi distintivo: una gran locura por Ti. Tú eres mi gloria y la recompensa de toda mi vida sacerdotal; tu amor, Jesús, tu amor… y eso me basta. ¡Y la muerte antes que ese amor se entibie!”
Oscar y su amigo Valladares, que se había ordenado dos años antes y moriría por enfermedad prematuramente, abandonan Roma en plena guerra (agosto de 1943) con escala en Barcelona rumbo a Cuba. Allí los confundirían con espías y sufrirían hambre en un campo de concentración. El misacantano regresó a El Salvador enfermo, pero lleno de ilusión. Su primer destino fue Anamoros, un pueblo de montaña agazapado entre verdes cimas y con casas pintadas de vivos colores.
El obispo, convencido de su valía, lo llama a su lado en San Miguel, después de apenas dos meses de párroco y lo nombra su secretario. Cargado de actividades, desde el primer momento se rodeó de pobres. No se cuidaba y se sometía a un trabajo excesivo. Dos vertientes se aprecian en esta primera etapa sacerdotal: la de un hombre abrazado a la cruz desde una postura ascética y estricta, muy ortodoxa y exigente consigo mismo, y el hijo del pueblo que llevaba en la sangre y en su sensibilidad evangélica la predilección por los pobres, aunque sin abandonar a los ricos.
Consagrado obispo auxiliar de San Salvador (1970) con sede en el seminario interdiocesano de San José de la Montaña, dirigido por los jesuitas, conoció a Rutilio Grande sin saber entonces hasta qué punto aquella amistad condicionaría su futuro y nuevo despertar interior. Tras pastorear la diócesis de Santiago de María, en junio de 1975 se producen los hechos de Tres Calles: la Guardia Nacional asesina a cinco campesinos. Monseñor Romero llega a consolar a los familiares de las víctimas y a celebrar la misa. El nombramiento de Monseñor Romero como arzobispo de San Salvador, el 23 de febrero de 1977, fue una sorpresa. Sin embargo, unas semanas más tarde, el 12 de marzo, es asesinado el jesuita Rutilio Grande -hoy también en proceso de canonización-, comprometido con la causa de los pobres, que colaboraba en la creación de grupos campesinos de autoayuda, y buen amigo de Monseñor. “Dios no está en las nubes, acostado en una hamaca. A él le importa que las cosas vayan mal a los pobres por aquí abajo”, había dicho. Inauguraba signos proféticos de lo que sería, desde aquel momento, su servicio como arzobispo al pueblo salvadoreño, como la famosa “misa única”. Al del padre Rutilio Grande se sucederían múltiples asesinatos de sacerdotes y laicos. A partir de ese momento un clérigo ortodoxo estricto y cerrado en sus convencimientos doctrinales se convertirá en un obispo dialogante, radicalizado en la defensa de los últimos, volcado en la causa de su pueblo crucificado.
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