El GOZO QUE NACE EN LA COMPASIÓN
Ocurrió en la Semana Santa andaluza, en la
procesión de Viernes Santo, al paso de Jesús atado a la columna, lacerado y
sangrante. En la misma Sevilla en la que el Gran Inquisidor reprochó a
Jesucristo les propusiera una libertad con sufrimiento cuando él les estaba
asegurando un bienestar sin libertad. “Un mundo feliz”, vamos.
Fue allí, pues, donde, un emocionado asistente a la procesión se puso a cantar una saeta al Cristo de los Dolores cuando la imagen estaba a su alcance. El “paso” o imagen, a hombros de sufridos costaleros, se detuvo, y el “cantaor” se extasió cantando y llorando. En esa misma elegía iban su sufrimiento y el de Jesús y poco a poco esa condolencia se fue extendiendo por toda la muchedumbre en profundo silencio. Unos se compungían interiormente a lágrima muerta, mientras otros sollozaban a lágrima viva, sintiendo todos ese momento tan privilegiado como un sacramento de todos los sufrimientos del mundo que allí adquirían su sentido y consolación. Y cuando ya el “paso” reemprendió la marcha y las emociones se fueron amainando, un periodista preguntó al hombre que cómo se encontraba y él contestó “Qué bien de mal lo estoy pasando”. [1] Es decir se sentía contento en el seno de esa profunda dolencia.
El buen cristiano se había liberado de sus culpas y penas y acompañaba en el dolor a esa persona que sufrió por toda la humanidad y a quien le debía agradecimiento y fidelidad. Más cuando Jesucristo era para él el mismo Dios, lo más sagrado y absoluto de su vida, el que acabaría con todo el mal, la muerte, sus egoísmos y limitaciones.
Más allá de la anécdota, en el fondo de esa experiencia late una actitud muy positiva ante algo que es incomprensible e irresoluble, el mal y el sufrimiento: la posibilidad de que el significado de lo que padecemos reduzca el mismo padecimiento. Porque no es tanto el dolor lo más insoportable cuanto su falta de sentido, es decir la desesperanza.
La ineludible presencia del mal
El problema del mal es irresoluble y el sufrimiento inevitable, del mismo modo que no hay figura sin fondo ni fondo sin figura y porque la limitación es el precio de la identidad. El mal nunca deja de ser una merma, un quejido y una queja, un puñetazo en el estómago, una pregunta reiterativa y molesta. Porque hiere y porque pone en cuestión el sentido de la libertad. A veces se desearía renunciar a ella a cambio de la pervivencia del bien.
El mal no es solo una carencia de bien, golpea como dotado de consistencia propia. Y resulta paradójico, si lo suprimimos queda la nada en el ámbito físico y el autómata en el ámbito moral. Es pues el mayor tropiezo de la vida, orientada de por sí a la felicidad. Y todavía es mayor no comprender por qué se da y por qué lo hace con tanta discriminación. Y especialmente hiriente cuando no damos motivos para ello sino todo lo contrario y la desgracia recae sobre los más inocentes o bondadosos. Entonces estalla el escándalo, sobre todo en el creyente.
[1] La ambigua y
sugerente expresión “bien de” puede ser interpretada doblemente, resaltando el “qué
bien lo estoy pasando” o “cuán, cuanto mal estoy pasando” (“bien de” en español
equivale a cuanto o mucho).
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