viernes, 25 de noviembre de 2022

 LA INGENUA LOCURA DE QUERER DEMOSTRAR A DIOS

(Pedro Miguel Lamet)
La gente se pregunta: ¿Creo en Dios? La gente te pregunta: ¿Crees en Dios?

E inmediatamente aparecen los argumentos en pro y en contra. Discuten si sirven las pruebas filosóficas de Santo Tomás; si se puede probar su existencia o no con la razón; si es cuestión de fe, y un largo etcétera en el que se han debatido pensadores y teólogos a lo largo de la historia.

La clave está en que cuando lo metes en un “concepto”, es metafísicamente imposible tan siquiera hablar de Dios. Dios no es “la idea” que tenemos de Dios. En cuanto lo infinito entra en nuestra cabeza finita y contingente, se convierte en una caricatura fatal.

Recuerdo que a un amigo que tenía muchos problemas, durante una meditación le hablé una vez de Dios Padre. Se turbó profundamente, porque había tenido un padre prepotente, egoísta y maltratador. No digamos nada, la imagen que en muchas catequesis hemos recibido como juez implacable, o, en el otro extremo, melifluos sagrados corazones sulpicianos, una sensiblería decadente.

Nos han presentado retratos y conceptos de Dios que nos dan miedo, nos hacen sentirnos culpables y en muchos casos tan solo con liberarse de ellos volvemos a respirar. Quizás por eso ahora abundan los ateos y agnósticos.

¿Qué hacer entonces? Primero renunciar a tener un concepto mental de Dios. Si Dios es una realidad, debe captarse por sí misma, directamente, sin filtros, sin razonamientos, igual que cuando uno se enamora.

Diréis: “Pero nadie ha visto a Dios. Si fuera visible, todo el mundo creería”.

Claro, el problema es que desde la Ilustración en nuestro mundo occidental lo que adoramos es a la diosa Razón. Hemos engrosado la cabeza por encima de las demás facultades, como la intuición, la identificación connatural de los artistas, la vena mística.

“No la toquéis ya más, que así es la rosa”, decía Juan Ramón Jiménez.

No pienses en Dios, no lo definas, porque es indefinible. Déjate invadir de una mirada, una flor, un crepúsculo, un amanecer, incluso el abismo de una experiencia límite. Tampoco intentes sentir a Dios a base de esfuerzo, de cerrar los puños. Fluye con el río, con los aconteceres de cada día, sé mar en el mar, niño con el niño, brisa con la brisa, nada con la nada.

Vive el “ahora” como un agujero de la Presencia. No violentes nada. La vida es fluir, sin retrotaerte al pasado o inquietarte con el futuro. No pienses. No intentes tirar de la cuerda para que baje Dios como un muñeco de feria.

Deja que en ti sea. Descansa en “ese no sé que queda balbuciendo”, sin pensarlo, sin calificarlo. Por eso los grandes místicos hablaban de la Nada y se hundían en el inefable vacío de una noche que oculta la Luz.

Algunos de mis lectores me dirán: “¡Qué difícil!” Es difícil, sí, cuando intentas llevar tú el volante, y fácil cuando abandonas todo protagonismo. El ego, causa de todos los sufrimientos, no es capaz de eliminar al ego. El ego se disuelve solo por el abandono de sí y el contemplar más allá.

Déjate de una vez. Eres el Ser que está detrás del hacer.

Pedro Miguel Lamet

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